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lunes, 4 de mayo de 2015

Ébola: Recuerdos del primer día con el traje de protección

De tormentas y supervivientes: Un ginecólogo de Médicos Sin Fronteras cuenta su experiencia ante el ébola. Las medidas de protección del personal sanitario son clave para impedir el contagio.

Enlacewww.elmundo.es/salud/2014/09/30/


  •  Desarrollo

El primer día que me puse el traje de protección sentí cómo el inclemente sol me provocaba una horrible sensación de asfixia. Las muchas capas de plástico que me cubrían permitían que todo el calor entrara y no dejaba que ni una gotita de aire saliera. Recuerdo que ese día hacía tanto calor dentro de las tiendas que usamos como zona de aislamiento, que los pacientes que estaban lo suficientemente bien como para moverse se habían instalado en el exterior de las mismas, en un pequeño patio que tenemos junto a ellas. Luego vi esa escena repetida muchísimas veces más.

En pocos minutos, pude sentir que el sudor corría por todo mi cuerpo, y que toda mi ropa se volvía cada vez más pesada y más húmeda. Tratar de trabajar bajo este calor insoportable y con el estrés que nos rodea no es nada fácil, pero sabemos que lo que está en juego es la vida de cada uno de nosotros, así que tenemos que prestar atención a lo que hacemos en cada momento y seguir los protocolos de seguridad de la organización al pie de la letra. Por muy cansados que estemos, hay que tratar de no exponerse a la enfermedad ni un segundo más de lo que sea estrictamente necesario.

Una vez dentro, todo queda en manos de uno mismo y en las de tu compañero (nunca entramos solos). La confianza entre los dos tiene que ser máxima. Ese primer día, nada más cruzar la puerta, nos dimos cuenta de que nos faltaba una parte del equipo, de modo que caminamos hacia la valla que delimita el perímetro interno y llamamos a los compañeros que se encontraban en la zona de bajo riesgo. Les explicamos lo que necesitábamos y esperamos a que alguien fuera a buscarlo y nos lo lanzara. Tengo que admitir que esos minutos de espera se me hicieron eternos, porque cuando uno se está cociendo vivo en el interior de un traje de plástico, el tiempo parece que pasa mucho más lento. Las gafas se iban poco a poco empañando y los latidos en mi cabeza eran cada vez más intensos. Cuando eso te pasa, comienzas a notar la pérdida de sal y sientes que cualquier cosa te molesta: como la cinta de las gafas, que cada vez parecía más apretada. Pero había que aguantar un poquito más. Nos lanzaron el equipo que nos faltaba y entramos.

Durante los 20 minutos que estuve dentro, mi cabeza no paró de dar vueltas. Apenas podía ver y cada vez me sentía más débil. Sin embargo, era consciente de que desmayarse en una unidad de aislamiento de ébola no era ni mucho menos una buena idea. Así que decidí salir antes de que me diera una lipotimia. El momento de mayor riesgo para los trabajadores sanitarios se encuentra en el momento de dejar la zona de aislamiento, no tanto cuando uno está dentro. Esos instantes son críticos, pero por suerte nosotros tenemos una higienista sierraleonesa que se pone de pie a nuestro lado y que se toma las molestias de repetir una y otra vez en qué consiste todo el proceso de descontaminación. Empecé a mover las manos en círculo sobre mi cabeza para tratar de explicarle que estaba mareándome; ella me ignoró. Yo respiraba rápidamente dentro de mi doble máscara facial, lo cual me daba más calor aún, y me hacía más y más consciente de la claustrofobia, frustrándome cada vez más por no poder sacarme esa maldita cosa de encima. "Las cosas hay que hacerlas con calma y en orden", me dijo.

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